sábado, 31 de octubre de 2009

Jesús a la luz de los Evangelios




“Una disputa entre judíos sobre cierto Jesús que murió y del cual afirmaba Pablo estar vivo”. En el año 60 es lo que un funcionario romano llamado Porcio Festo escribió sobre la religión cristiana. De entonces acá, muchas han sido las explicaciones que de la esencia del cristianismo se han dado, y algunas de ellas se han apartado más de la verdad que la de Porcio Festo.

Jesús a la luz de los Evangelio
Por César Chupina, periodista


El cristianismo se funda en un hecho: La figura de Jesús, su vida terrestre y lo que es mas importante, la creencia de que Jesús vive y no ha muerte, porque es Hijo de Dios. Esta es la nota original de la religión cristiana, pues sin excluir al judaísmo el cristianismo es la única religión que desborda la Historia por lo trascendental de su contenido y se encarna en una persona que no solamente transmite una doctrina, sino que se presenta ella misma la vedad y la justicia vivientes. Es cierto que otras religiones tuvieron fundadoras a los cuales a sus contemporáneos pudieron ver con los ojos y tocar con las manos, pero ninguno de estos predicadores religiosos: Mahoma, Buda, Zoroastro, etc. Se propuso a si mismo como objeto de fe a sus discípulos. Todos predicaban una doctrina que no ataña a su propia persona; eran simplemente enviados, profetas o siervos de Dios. Jesús es el Maestro que se da a si mismo como objeto de fe, porque no se presenta como persona histórico, sino como autentico Dios vivo.

Amabilidad, irritación y enfado

Al cumplirse el tiempo, Jesús empezó a manifestarse en una fiesta, las Bodas de Caná. La ceremonia del matrimonio era sin duda la más solemne en la vida de Israel para la gente de la clase media y baja, y podía durar incluso varios días. La esposa salía de las manos de sus amigas y parientes pomposamente engalanada. El esposo iba a recogerla y la conducía a su casa donde se celebraba el banquete nupcial, en el transcurso del cual se libaban vinos guardados cuidadosamente desde mucho tiempo atrás para tal ocasión. El primer milagro (la conversión del agua en vino) obrado en las Bodas de Cana, a instancias de su Madre, revela por una parte el valor de Maria como intercesora y de una santificación del matrimonio por la presencia de Jesús. Después de la fiesta y el milagro, Jesús se encamino a Cafarnaum, y desde entonces esta población le sirvió como morada habitual de Galilea, convirtiéndose en su patria adoptiva en sustitución de Nazaret. Ya se había separado de su familia y ahora se separaba también de su pueblo de origen trasladándose al lugar mas adecuado para la misión que iniciaba.
Si la primera manifestación de la vida pública de Jesús fue de suma amabilidad, poco tiempo después y por única vez en el “Evangelio”, Jesús dio muestras de irritación y enfado. Había partido de Cafarnaum camino de Jerusalén y llegado a la capital se dirigió al Templo. El atrio exterior apestaba por el olor a estiércol y resonaba el mugido de los bueyes, los balidos de las ovejas, el arrullar de las palomas y, sobretodo, el vocerío de los mercaderes y cambistas instalados por doquier. Desde aquel atrio sólo se podía oír un débil eco de los cantos litúrgicos que se celebraban en el interior. El recinto sagrado más parecía una feria que la mansión de Dios en Israel. Reuniendo Jesús un haz de cuerdas en forma de látigo comenzó a golpear a bestias y hombres, derribó mesas de cambistas y expulso a todas del sagrado templo: “¡Fuera de aquí!¡No hagáis del a mansión dem i padre casa de trafico!” (Juan II, 16). La violenta actitud del que era para todos desconocido, asombro y alarmo a los judíos, los cuales se le acercaron preguntaron: “¿Qué señal nos muestras de que haces esto legítimamente? Respondió Jesús y les dijo: Demoled este santuario y entres días lo volveré a levantar”. En cada frase de Jesús revela un mundo de significados y en respuesta brevísima, Jesús prefiguro su muerte y resurrección. El “santuario” era su propio cuerpo.

Los milagros

Jesús dio, a quienes tuvieran ojos para ver y oídos para oír, señales claras e su misión, las profecías y los milagros. Estos fueron hechos sobrenaturales, superiores a cualquier hombre. Cierto día que andaba por la orilla del lago de Genezaret, le rodeo una muchedumbre de galileos, ávidos de oír su predicación. Dos barcas estaban amarradas cerca de la orilla. Jesús subió a una de ellas, que perteneció a Simón, rogándole que la apartase un poco y desde allí comenzó a instruir a la muchedumbre. Terminaba su predicación dijo a Simón: “Vete mas lejos y echa tus redes para pescar. Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos cogido nada, mas porque Tú me lo dices echare la red”. La red fue lanzada y recogió tal cantidad de peces que se rompía, y pudieron llenar las dos barcas. En vista de tal milagro, Simón se postró delante de Jesús, diciéndole: “Alejaos de mi Señor, que soy pescador. No temas, respondió Jesús, en adelante serás pescador de hombres”. Después, dirigiéndose también a Andrés, hermano de Simón, y a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, repitió estas palabras: “Seguidme y os hare pescadores de hombres”.
Apenas había vuelto Jesús a Cafarnaum cuando la muchedumbre invadió la casa en que habitaba, haya el punto de obstruir la puerta de entrada. Jesús aprovecho la ocasión para enseñar al pueblo que le amaba y admirada. Su palabra arrastraba muchedumbres, ávidas de escuchar la nueva doctrina. Este movimiento popular inquietaba a los fariseos, hombres apegados a la letra de la ley, pero fríos y muertos interiormente. Allí estaban para hallar a Cristo en falta, en pecado de herejía, no para aprender la verdad. Entretanto, cuatro hombres llevaban en una camilla a un paralítico para presentarlo a Jesús. Al acercarse a la puerta de la casa y ver que les era imposible entra por ella, subieron por la escalera exterior de la terraza, y por medio de sogas, bajaron la camilla con el enfermo hasta ponerlo junto a Jesús. Este acto conmovió a Jesús, que dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo mío, tus pecados te son perdonas”. Su enfermedad había sido, sin duda, un castigo divino, de ahí la expresión de Jesucristo.
Los fariseos se escandalizaron y dijeron entre si: “)¡Este hombre blasfema! ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? Y Jesús les pregunto: ¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que veáis que el hijos del hombre tiene sobre la tierra perdonar los pecados, yo tel o mando, dijo al paralítico, levántate, toma tu camilla y anda, vete a tu casa”. el enfermo se levanto, tomo su camilla sobre sus hombros y se fue a su casa glorificando a Dios, mientras que los testigos del prodigio decían: “Hoy hemos visto cosas maravillosas”. En otra ocasión, Jesús curo a un paralítico en sábado. Los judíos y especialmente los fariseos, eran muy rígidos en la interpretación de la Ley relativa al descanso del sábado. En tal dia, Jesús entro en una sinagoga. Había allí un mendigo con la mano derecha paralizada. Los fariseos preguntaron maliciosamente a Jesús si era lícito curar el sábado. El preguntó: “¿Está permitido en día sábado hacer bien o hacer mal, salvar la vida o quitarla?”. No se atrevieron a responder, pues se habrían condenado ellos mismos. Jesús entonces dijo: “¿Quién hay entre vosotros que tenido una oveja que cae en un hoyo el sábado no trate de salvarla?, pues ¿no vale un hombre mas que una oveja? Es licito, por tanto, hacer bien el sábado”. A continuación dijo al enfermo: “Extiende tu mano”. El la extendió y le fue curada en el acto.
El tetrarca Antipas había establecido un cuarto en Cafarnaum y en ele estaban un centurión que había oído hablar de los milagros de Jesús, y como tuviese en peligro de muerte a un esclavo muy fiel, a quien querían mucho, envió a Jesús una comisión para pedirle viniese a curar al enfermo. Jesús le contesto: “Iré y lo curaré”, y se dirigió a casa del centurión. Mas cuando ya se acercabas, el oficial le envió a decir: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero decid solamente una palabra y mi criado será curado. Pues yo, que soy hombre sometido a otros jefes. Tengo debajo mando soldado y digo a éste: ve y va y al otro, ven y viene; y a mi criado, haz esto, y lo hace.”. Al oír este lenguaje lleno de fe y de humildad, Jesús dijo a los que le rodeaban: “En verdad que no he encontrado en Israel una fe tan grande”. Volviendo a cafarnaum, una gran muchedumbre acudió a Jesús. Y he aquí que un jefe de la sinagoga, llamado Jairo, vino a arrojarse a sus pies, diciéndole: “Señor, mi hija se muere: ¡Venid a poner vuestras manos sobre ella para que se cure y viva!”. Jesús siguió a aquel padre afligido para consolarle y los apóstoles y la muchedumbre le seguían. En esto vinieron a anunciar a Jairo que su hija había muerto. Jesús le animo diciéndole: “No temas, cree solamente y tu hija será salvado”. Cuando llegado a casa de jairo se encontraron que reinaba ya en ella el tumulto propio de las defunciones. Las plañideras pegadas hacían aparatosas manifestaciones de dolor y los tocadores de flauta hacían oír sus sones lúgubres. Jesús les dijo: “¿Por qué lloráis? La joven no está muerta, duerme”. Pero aquella gente protestaba, persuadida de que la muerte no podía ser más real. Jesús entro en la habitación donde descansaba el inanimado cuerpo de la joven y tomando la mano de la difunta, le dijo: “¡Niña levántate!”. Ella se levantó y empezó a andas.
Estaban en otra ocasión en una región solitaria, situada al nordeste del lago Genezaret, rodeados por muchedumbres numerosas. Llegada la tarde, los apóstoles dijeron a Jesús: “Este lugar esta desierto, y ya hace tarde. Despachad, pues a esta gente para que marchen a las ciudades y aldeas y compren lo que necesiten para comer”. Jesús les contesto: “No es necesario que se marchen, dadles de comer vosotros mismo”. Felipe dijo entonces: “Doscientos denarios de pan no bastarían para dar un pedazo a cada persona”. Andrés vino a decir a Jesús: “Aquí hay un joven que tiene cinco panes de cebada y dos peces, pero ¿qué es esto para tanta gente?”. “Traédmelos aquí, respondió Jesús, y mandad a sentar a toda la multitud por grupos”. Tomando después los panes y los peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo con la nación de costumbre y los empezó a partir en pedazos, que se iban multiplicando entre sus manos mientras lo daba a los apóstoles para distribuirlos entre la muchedumbre. Los convidados de Jesús eran cinco mil, sin contar las mujeres y los niños. Después que casa uno se hubo hartado, llenaron los apóstoles doce cestos con lo que quedo de los panes y los peces. “Este es verdaderamente el Profeta que debe venir al mundo”, decían entre si los testigos de este gran milagro. Y era tal su entusiasmo, que proponían tomar a Jesús y conducirle a Jerusalén para proclamarle Rey Mesías. Porque eran muchos los que veían en Jesús el hombre anunciado, capaz de sacudir el yugo de los romanos y convertirse en soberano de una Israel independiente. Los milagros de Jesús fueron numerosos, constantes y sorprendentes; la curación de los ciegos de nacimiento, del paralítico de la piscina, la resurrección de Lázaro, etc. Sin embargo, a pesar de su grandeza, no consiguieron abrir los ojos a los fariseos y escribas que por la dureza de sus corazones no pudieron compartir esta fe con el pueblo sencillo.

El Sermón de la Montaña, el Bautista y la pecadora

Jesús había subido a montaña de las riveras del lago para orar, y allí pasó toda la noche en oración rodeado de un grupo de discípulos, de los cuales escogió doce, a los que dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados o delegados”. Al verse rodeados por numerosas turbas que no se cansaban de escucharle, Jesús quiso exponer la esencia de su doctrina en el llamado Sermón de la Montaña”. Refiriéndose a los apóstoles, y con ellos a todos los sacerdotes de todos los tiempos dijo: “Vosotros sois la luz del mundo”. Y a todos sus seguidores enseñó a orar de la siguiente manera: “Padre nuestro que estas en los cielos, santificado es tu nombre, venga a nos el tu reino; hágase tu voluntad así en la Tierra como el cielo. El pan nuestro de cada día, dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y no nos dejes hacer en la tentación, mas líbranos del mal. Así sea”.
Juan bautista, hijo de Isabel y el anciano Zacarías, era pariente de Jesús por ser Isabel y Maria primas hermanas. Jesús había salido al desierto para anunciar la llega del Mesías. Bautizo a Jesús en las aguas del río Jordán, pero llegó, un momento en que Juan se encontraba en las prisiones de Herodes y mando a dos de sus discípulos para que preguntaran a Jesús si era el que había de venir. Esta pregunta no la hacia Juan bautista, porque a el le hiciera falta, que bien lo sabia, sino por sus discípulos, pues conocía la envidia que en ellos había despertado los triunfos de Jesús. Cuando los enviados se alejaron, Jesús hizo un hermoso elogio de Juan ante la numerosa concurrencia: “En verdad os digo entre los hijos de los hombres no se ha levantado otro mayor que Juan Bautista”.
Invitado a comer por un fariseo llamado Simón, Jesús acepto, y estando en la mesa, una mujer muy conocida en la ciudad por su vida escandalosa entro en el comedor con un vaso de alabastro que contenía un rico perfume. La mujer fue directamente a Jesús y vertió en sus pies el aceite perfumado. Observándolo Simón, se dijo a si mismo: “Si este hombre fuese profeta, sabría qué clase de mujer es la que le toca”. Jesús que leía el fondo del alma del fariseo dijo, entre cosas: ¿Ves a esta mujer? He entrado en tu caso y no me has dado agua para mis pies; ella los ha regado con lágrimas y los ha enjuagado con sus cabellos. Tú no ungiste mi cabeza con aceite, y ella ha ungido mis pies con perfumes. Por eso yo te digo que muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho”. Volviéndose a la mujer le dijo: “Tus pecados te son perdonados, tu fe te ha salvado, vete en paz”. Este episodio, que tiene cierto parecido con el de la mujer adultera, a quien iba a lapidar, pone de manifiesto la grandeza de la doctrina de Cristo: El perdón de los pecados por grandes que hayan sido y la sublimidad del amor.

Las parábolas, la Eucaristía, Pedro

La mentalidad oriental comprende las cosas por comparaciones tangibles, por metáforas vivas, gracias a un estilo directo. Por esta razón, Jesús dio a conocer su doctrina por medio de parábolas. Entre otras, Jesús comparó en una parábola al reino de los cielos con un grano de mostaza, que, a pesar de ser tan pequeño, produce plantas relativamente grandes, a la levadura que fermenta la masa, al tesoro escondido por cuya adquisición se sacrifica todo, etc. A veces su comparaciones eran diversas y simples. Quizá la parábola más conmoverá es la del Hijo Prodigo. Su insistencia sobre la caridad fue puesta de relieve en la parábola del rico Escipión, y el pobre Lázaro. Y la humildad en la del fariseo que oraba en el centro del templo, lleno de orgullo, mientras el publicano, en un rincón no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que golpeaba su pecho diciendo: “¡Dios mío ten piedad de mi, que soy pecador!”.
El misterio de la eucaristía es el mas sublime y trascendente de los Sacramentos instituido por Jesús: “Nuestros padres, dijo Jesús, comieron el mana en el desierto y murieron. Yo soy el pan vivo. Si alguno come de este pan, vivirá eternamente, y el pan que yo os daré es mi carne. En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre, y si no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Estando en los alrededores de Cesarea de Filipo, Jesús pregunto a los apóstoles: ¿Quién dicen los hombres que soy yo, el Hijo del hombre?”. Ellos respondieron: “Unos dicen que el Bautista; otros que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”. Jesús volvió a preguntar:”¿Y vosotros quien decís que soy yo?”. Esta vez, Pedro fue el primer en contestar: “Tú eres el Cristo; el hijo de Dios vivo”. Jesús recompenso inmediatamente esta noble profesión diciendo: “Bienaventurado seas Simón, hijo de Juan,. Porque ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre que esta en los cielos. Y yo te digo que tu eres Pedro, y que sobre esta piedra edificare mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que atares sobre la Tierra será también atado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la Tierra, será también desatado en los cielos”. Al hablar así, Jesús confería a Simón Pedro la primacía sobre los apóstoles, y le establecía como jefe supremo de la Iglesia. Al cabo de unos días, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan. Los condujo a las montañas del Tabor, y mientras oraba se transfiguró. Su rostro se volvió brillante como el Sol, y sus vestidos, blancos como la nueve. Moisés y Elías se le aparecieron, enviados por Dios como representantes del Antiguo testamos, y estuvieron hablando con El de su próxima muerte. En el mismo instante una nube bajada del cielo cubrió a Jesús y a sus interlocutores, y una voz pronuncio estas palabras: “Este es mi Hijo muy amada, en quien he puesto mis complacencias, ¡escuchadle!”. Asustados los tres apóstoles, se postraron, cubriéndose el rostro con sus manos.
La doctrina de Cristo iba perfilándose cada vez en forma concreta. “Si alguno quiere seguirme, niéguese a si mismo y lleve su cruz”, decía externando la exigencia que supone la entrega la supremo ideal. Pero, en otra ocasión, les dijo: “En verdad os digo, pues sino os hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos. A esta lección añadió otra relativa al escándalo: “sui alguno escandaliza a estos pequeñuelos que creen en mi, mejor le fuera que le cuelguen al cuello una piedra de molino y le arrojen al mar. Si tu mano te escandaliza, córtatela. Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo”. Simón Pedro había peguntado a Jesús: “Señor, ¿cuántas veces perdonare a mi hermano si me ofendiere? ¿Acaso hasta siete veces?”. Y obtuvo esta respuesta de Jesús: “No te digo que siete veces, sino setenta veces siete”. Con lo que indicaba que debía perdonar siempre.
La trágica muerte de Jesús puede precedida por una jornada de triunfo y de gloria: Su entrada a Jerusalén repleta de gente con motivo de la Pascua. El pueblo le recibió con palmas y exclamaciones de alegría: “Hosanna, gritaban, bienvenido el que viene en el nombre del Señor”. Envidiosos de aquel homenaje, los fariseos dijeron a Jesús: “maestro, amonesta a tus discípulos”. Jesús les respondió: “Si ellos callasen, las piedras gritarían”. Pero pensando en el trance final que le aguardaba a la ciudad prevaricadora, lloro por ella y dijo: “Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados. Vendrán días en que te rodearan con trincheras tus enemigos, te cercaran y te estrecharan y no dejaran en ti piedra sobre piedra”. Los fariseos insistieron en proponerle una dificultad, esperando comprometer: “Maestro, dinos lo que te parece: ¿Esta permitido pagar tributo al Cesar?”. Bajo esta pregunta tan sencilla, se ocultaba un lazo, pues si Jesús respondía negativamente, le entregaban a Pilatos como rebelde, y si lo hacía en sentido afirmativo lo denunciarían al pueblo como amigo de los romanos, a quienes odiaban. Pero Jesús supo evitar la emboscada: “Enseñadme, les dijo, la moneda con la que se paga el tributo”. Después que le presentaron un denario romano, Jesús preguntó: “¿de quien es esta imagen y esta inscripción?”. Del César, le contestaron. “Pues dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”. Y luego condeno a los hipócritas con aquellas lapidarias palabras: “Ay de vosotros escribas y fariseos porque sus semejantes a los sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos a la vista, pero por dentro están llenos de podredumbre”.
En la tarde la Martes Santo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ya sabes que la Pascua se celebrara dentro de dos días y que le Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado”. En este mismo día, los príncipes de los sacerdotes, los escribas o doctores de la ley y los ancianos o jefes del pueblo, que formaban las tres clases representativas en el Sanedrín, se reunieron en casa de Caifás para deliberar sobre la manera de apoderarse de Jesús y darle muerte: “No conviene hacer eso durante las fiestas por miedo de que el pueblo se alborote”. Aquel mismo día fue Judas a hablar con los príncipes de los sacerdotes y les propuso: “¿Qué queréis darme y yo os lo entregare?”. Los sacerdotes prometieron al traidor 30 ciclos de plata. Desde este instante, Judas andaba al acecho, buscando ocasión favorable para entregarle. El Jueves Santo, por la mañana, los apóstoles Pedro y Juan preguntaron a Jesús: “¿Dónde quieres que dispongamos lacena de Pascua?”. Jesús les indico que lo que debían hacer, y después de la puesta del Sol fue a juntarse con ellos, en compañía de los otros diez apóstoles en una gran sala. Cuando ocupo su sitio, Jesús les dio una admirable prueba de humildad, se levanto, ciñose con una toalla, echo agua en una vasija y se puso a lavar los pies de sus discípulos. Al terminar la cena pascual, Jesús tomo en sus manos uno de los panes asimos, delgados y anchos, que estaba sobre la mesa, lo bendijo, lo partió y lo distribuyó en trozos a los doce diciendo: “Este es mi Cuerpo que es entregado por vosotros”. Tomo a continuación el cáliz, lo lleno de vino, al cual le había añadido un poco de agua, e hizo que todos bebieran de el, después de haberlo consagrado diciendo: “Esto es mi Sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para perdón de los pecados”. Al terminar estas palabras ya no eran pan o vino lo que daba a los apóstoles, sino realmente su Cuerpo, su Sangre, su Ama y su Divinidad, ocultos bajo las especies sacramentales. El misterio de la Eucaristía se había hecho realidad.

Pasión, muerte y Resurrección

Luego los hechos se precipitaron. La traición de Judas, la promesa de Pedro de seguirle y confesarle siempre, promesa que no cumplió al negarle mas tarde pro ters veces, la oración en el Huerto de los Olivos, la prisión del Maestro y su juicio lleno de cobardías ante Anas, Caifás y Pilatos, que termino con la condena a muerte en cruz, Judas. Atormentado por los remordimientos, fue a devolver a los príncipes de los sacerdotes las treinta monedas de plata que había recibido. “He pecado, les dijo, entregando sangre inocente”. Ellos contestaron: “¿Y a nosotros qué nos importa?”. Judas salio de allí y fue a arrojar el dinero maldito en el templo, y para quitarse la vida se colgó de un árbol.
La crucifixión era un género de suplicio calculado para aumentar las torturas y retardar la muerte. Antes del suplicio le ofrecieron a Jesús, según costumbre judía, una bebida compuesta de hiel y vinagre, que tenia por objeto adormecer los sentidos del paciente, disminuyendo así el sufrimiento. Jesús rehusó probarla y mientras introducían los clavos en las carnes de sus manos, dirigió a Dios esta petición: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Los verdugos se repartieron entre si los vestidos de la victima, y se fijó en la parte superior de la cruz, una inscripción en tres lenguas (latín, griego y hebreo), en la que se leían estas palabras: “Jesús nazareno, rey de los Judíos”. En la cima del Gólgota, donde tuvo lugar el suplicio, se produjo la conversión de Dimas, el buen ladrón, la presentación de Maria, Madre de Dios, como protectora de todos los hombres y, finalmente, la muerte de Jesús,. Cuando Jesús estaba pendiente en la cruz, la misma Naturaleza tomó parte del luto, el Sol se oscureció y las tinieblas cubrieron a Jerusalén, y a toda la comarca; tembló la tierra, se resquebrajaron las peñas, y el espeso velo que separaba las dos partes del templo se desgarró. Estos hechos impresionaron vivamente al centurión tomado que presidía la crucifixión, el cual exclamo: “Verdaderamente este hombre era El Hijo de Dios”.
Jesús fue enterrado en un sepulcro de piedra. Al tercer día, la piedra que cerraba la entrada se corrió y Cristo resucito. Durante un periodo de 40 días apareció a diversas personas, a sus discípulos, a su madre y al cabo del tiempo, por su propio poder dejó esta morada terrestre en el acto de la Ascensión. La existencia terrena de Jesús había terminado mas no como todos, muriendo sino subiendo al cielo porque El era EL HIJO DE DIOS…

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